viernes, 1 de enero de 2010

Innovación

“¡¡¡No, no , no y no!!!”, dijo Frauerwitz, visiblemente encolerizado. El austríaco había tolerado ya bastante, y su cara presentaba un color rojizo peligrosamente cercano al de la berenjena.

“Ya he escuchado bastante, y creo poder decir que la propuesta que se ha presentado hoy se acerca a la locura. Es más, sin posibilidad de error afirmo que aquel que la ha presentado es un loco, un alienado, un advenedizo en el sacrosanto reino de la Arquitectura. Sugiero a la respetada concurrencia dos ítems: el primero, que sus palabras sean desechadas ad infinitum, y segundo, que su bastardo nombre sea eliminado de las actas del Colegio Internacional de Arquitectos”, continuó Frauerwitz.

Frauerwitz, el austríaco, no era un cualquiera en este campo: suyas eran la torre neoegipcia de Leipzig, y el palacio rampante de Nueva Orleans, obras ambas que le arropaban como el más rompedor de los arquitectos de las últimas tres décadas. Claro está que nada es eterno, y desde hacía cuatro o cinco años algunos temerarios habían osado retarle con alguna que otra osada propuesta, digamos que “innovadora”: cada uno de ellos había sido expulsado al infierno de los creadores, y hubieron de ganarse la vida vendiendo castañas, dando clases de matemáticas o traficando con cualquier cosa; todo lo que fuere, lejos siempre de la arquitectura. Tal era el poder del austríaco.

Pero esta vez era diferente: la propuesta del loco, del orate, del sin cabeza francés Lepoitierre era algo diferente. Por vez primera en treinta y dos años, desde el congreso de Knoxville, alguien de fuera de la línea oficial del Colegio Internacional de Arquitectos presentaba una propuesta nueva con base, con apoyo técnico y estético, con posibilidades de futuro (compartido por aproximadamente la mitad de los colegiados) y lo que es sin duda más mundano pero obviamente más importante: rentabilidad económica. Esto último, sobre todo, es lo que preocupaba a Frauerwitz y a su camarilla, la posibilidad real de perder el liderazgo mundial en la línea oficial de la tendencia arquitectónica y, por lo tanto, estética y urbanística.

Lepoitierre, entre ovaciones, gritos y enfervorizados aplausos, volvió a hablar: “Es el conservadurismo el que hunde el Arte, es el inmovilismo el que sume al mundo en un marasmo de aburrimiento, desidia, pena y muerte. Lo que hay que hacer, sin dudar, es avanzar, cambiar, crear, volver el planeta del revés como si de un calcetín se tratase. Y hay que hacerlo sin miedo, sin pensar en las consecuencias. Si Grecia hubiese temido romper con los cánones clásicos no habría habido un Partenón; si Roma hubiese querido seguir las reglas griegas nadie, que no estuviese loco, hubiese siquiera intentado dar a luz la cúpula del Panteón; si se hubiera permitido a Eiffel desmontar su torre, como pensaba hacer, la arquitectura del acero habría sido muy diferente. En suma: si alguien muy sabio hubiera sacado a Keops de su megalomanía, ¿cuál sería el símbolo de Egipto?”

Los encendidos aplausos inflamaron el auditorio. Estaba claro que Lepoitierre, además de un consumado arquitecto, era un excelente orador, capaz sin duda de arrebatar a Frauerwitz el Decanato de los arquitectos del planeta. Quizá el Decanato quedase algo lejos, sobre todo a su joven edad, pero que el liderazgo ideológico estaba siendo objeto de una cruel guerra, eso era algo que ya nadie dudaba.

Lo que más le dolía a Frauerwitz es que el francés había sido su discípulo, su preferido, a quien había enseñado todo lo que sabía (y lo que no sabía); que fuera él, precisamente él y no otro, quien ahora le estaba dejando atrás, humillado, apeado de su trono, y sin posibilidad (de ello estaba seguro) de victoria por parte del maestro.

Aunque, a decir verdad, la sensación era una mezcla de dolor por la traición sufrida, y de orgullo por ver que su mejor discípulo era quien le estaba arrebatando el cetro. Es difícil combinar la amargura de ser expulsado de la gloria con la satisfacción de que tu alumno, aquel en quien depositaste todo tu saber, lo ha conseguido, ha llegado a la cumbre y ha destronado al Rey, que por azares del destino eras tú.

A pesar de ello, el enorme ego de Frauerwitz pesaba más en esa balanza, y el Decano estaba fuera de sí del enfado y la furia. “¡Votemos!”, gritó alguien desde la tercera fila. “¡Votemos, votemos, votemos, votemos¡”, coreó la multitud, cada vez más convencida de que estaban haciendo historia. Hacía dieciséis años que no se votaba nada en los Congresos de Arquitectos, todo se adoptaba por unanimidad. Una votación suponía el automático descrédito del perdedor, y rara vez nadie se atrevía a proponer una votación.

El francés miraba desafiante al Decano y a su camarilla, quienes se volvieron de espaldas para deliberar, mientras los mejores arquitectos del mundo seguían gritando “¡votemos, votemos, votemos, votemos¡”. “Está bien, sea la votación”, dijo el Decano volviéndose repentinamente hacia el micrófono, y el aplauso fue atronador.

El recuento fue impasible: 643 votos a favor, 185 en contra, 16 abstenciones. El ganador, Lepoitierre, acababa de marcar así la trayectoria de las tendencias en la arquitectura de finales del siglo XX y seguro de los siglos venideros. El perdedor, Frauerwitz, agachó la cabeza, consciente de que su futuro sería un ir y venir de conferencias en las más decrépitas y conservadoras escuelas del mundo. Lepoitierre, exultante, fue alzado a hombros, y nadie dudó de que sus provocadoras ideas serían obedecidas por todos los arquitectos de la Tierra.

Es por eso que, desde aquel Congreso, los cuartos de baño se construyen sin ventana, por absurdo que pueda parecer a los profanos mortales que nada entienden de Arte.

(Ah, que el baño del lector es de los que sí tienen ventana: lo lamento muchísimo, vive usted en una choza construida bajo horribles tendencias arquitectónicas desfasadas, qué le vamos a hacer...)