sábado, 14 de marzo de 2015

Cicatriz


Yo tengo una cicatriz en mi pecho. Una enorme y espantosa cicatriz. Es grande, terrible y fea, y me recorre toda la parte frontal de mi cuerpo, de arriba abajo, como una formidable herida de guerra que hubiese partido en dos mi existencia.

Cuando miro mi cicatriz, no puedo sino recordar el tremendo dolor que sentí en aquel momento. Un dolor punzante y profundo, calor intenso y frío insoportable al mismo tiempo, muerte y más muerte… pero seguí viviendo, mi pobrecito cuerpo y mi pobrecita alma sobrevivieron, porque así tenía que ser.

Me arrancaron el corazón. Sin anestesia, ni paliativos, ni caricias: fue de cuajo, a tirones, bocados y hachazos. Me arrancaron el corazón. Creí que moriría… era lo más lógico, y si lo piensas bien también era lo mejor, lo menos doloroso… morir, y acabar al fin.

Días de agonía, semanas, meses de lamentos, de gritos de dolor y de aullidos lastimeros; nunca curaría, tendría siempre mi pecho abierto en dos, como un canal, como una grieta en la montaña por la que salen murciélagos y caen los incautos que no miran por donde, ay, pisan. Herida eterna, siempre sangrando.

Pero sobreviví.

Seguí viviendo. Y la herida fue cerrando, poco a poco, despacito, al ritmo que necesitaba mi organismo, a la par que la vida me iba sanando con sus idas y venidas… y continué existiendo, y mi daño cada vez dolía menos, y fue naciendo una costra que cada día cubría un poquito más de la desgraciada abertura. A veces se volvía a abrir y había que volver a dar algunos puntos de sutura, y más (inútiles) anestésicos, pero, inexorable, fue disminuyendo. Y un día, cuando menos me lo esperaba, reparé en que la brecha se había cerrado por completo, y en lugar de la desagradable herida surgía una costura que me acompañaría el resto de mi vida.

De mi vida, sí, porque ¡oh sorpresa!, el corazón, aquel órgano que ya di por perdido, me volvió a crecer. Pequeñito al principio, delicado y recién nacido, sensible y muy enfermizo, susceptible a cualquier vaivén de los sentimientos… y más y más grande después, creciendo, engordando, despacio y a su propio ritmo, hasta ocupar el espacio que tuvo hace millones de años, antes del desgarro.

Ya late otra vez, con células nuevas recién criadas. Lo cuido, lo cuido mucho; es mi corazón, es la parte más importante de mi ser, y lo había dado por perdido. No esperaba volver a sentirlo y aquí está, bombeando de nuevo sangre a mis arterias y venas, y a mis alegrías y a mis penas y a mis ganas de vivir, sentir, llorar y reír. Y lo quiero, y lo amo, como se ama algo muy valioso que se había dado por perdido y se ha vuelto a encontrar. Y lo necesito, como él me necesita a mí. Juntos, él y yo, vivir, vivir, vivir.

Ahora, cuando veo mi cicatriz, ya no me duele, ni me lamento, ni siquiera me parece fea. Sigue siendo grande e impresionante, y ahí estará durante todos los días que me queden en este mundo. Pero ya no me asusta. No, ya no. Cuando la miro me parece una herida de guerra que llevo casi con orgullo, orgullo por haber sobrevivido a una muerte segura, porque incluso cuando me arrancaron lo más valioso, salí adelante, entre el barro de las trincheras y la sangre que brotaba de mi interior, yo resistí, y mi desaparecido corazón, y mi maltrecha alma, se desplegaron de nuevo en mi interior. A veces, cuando va a cambiar el tiempo, me vuelve a molestar, me da como pinchacitos, pero respiro hondo, miro adelante y se me acaba pasando.


Veo mi cicatriz y sonrío. “Qué mal lo pasé”, pienso. Ahí está, por los siglos de los siglos. La acepto, es parte de mi ser, y no me importa que me cruce el pecho. Me acompaña adonde voy, con tranquila y serena aceptación. Es mía.