martes, 26 de marzo de 2019

He Aquí


He Aquí el objeto de mi búsqueda.


Mil años. Mil veces mil años. Mil veces mil veces mil años. Más. Hace mucho tiempo que dejé de contar el tiempo. Todo ese tiempo, recorriendo este hosco, árido, hostil planeta.

Yo estaba cuando aún no había satélite, y durante la Gran Colisión. He visto nacer continentes y volver a colisionar entre ellos. He presenciado el surgimiento de vida y su multiplicación en infinitas ramas, cíclicas extinciones y reapariciones; especies dominantes arrasadas en un segundo; especies vanidosas destruidas por la misma naturaleza que arrasaron. Y el Gran Colapso estelar. Y la Regeneración. Y un nuevo periodo. Y mil periodos más. Mil veces mil veces mil veces mil periodos más.

Y Aquí está.


domingo, 14 de enero de 2018

Lluvia


Que no pare nunca. Que siga así, siempre.

La lluvia me protege, es mi manto de confianza. Cuando llueve no hay amenazas, ni gritos, ni excesos. Cuando llueve todo se tranquiliza, las pasiones se aplacan y los humores se atemperan. Siga así, indefinidamente.

El agua limpia la suciedad del alma. Puedo salir a las calles bajo un confortable paraguas que, aunque sintético, pareciera hecho de amorosa lana. Bajo mi paraguas yo establezco mi reino, mi pequeño condado en el que mando yo, y donde solo entran aquellos a quien la autoridad (yo, y solo yo) concede permiso.

No hay prisas, ni urgencias, ni barbacoas ni cohetes. Obliga a los ruidosos a recogerse, y concede un tercer grado, muy temporal, a las almas sensibles que necesitan el silencio, ese escaso y casi extinto silencio, para alimentar sus carencias.

Cuando llueve queda abolida la dictadura del balón; los niños, violentos, agudos, machotes, ceden sin remedio el territorio conquistado a los débiles, a quienes cuando hace sol deben esconderse porque no soportan el bombardeo, la artillería ruidosa del mundo. Cuando llueve la angustia remite, se disuelve en el café caliente que, tras la ventana, me acompaña viendo el maravilloso espectáculo, gratuito y formidable espectáculo, del cielo gris y líquido, de la naturaleza que fluye, bebe y renace.


No quiero sol, no. El sol seca. El sol reseca. Da sed, calor y odio. Dame lluvia, siempre.


jueves, 4 de enero de 2018

Wars Star


Mi relación con la serie Star Wars es, digamos, un tanto peculiar. Y, seguramente por ello, con el cine en general.

Todo empieza en 1977, o quizá 1978, o puede que algo más... yo tendría entre 5 y 6 años, o puede que algo más... y se estrenó una película de “marcianos”. Yo era entonces un niñ(o) obediente y retraído a quien le fascinaba todo lo relacionado con el espacio, y al cual su padre le llevó al cine a ver lo que entonces nadie podría haber apostado a que se convertiría en uno de los referentes cinéfilos de la historia.

Total, que mi padre me lleva al cine... y llegamos tarde. Así que entramos a la sala con la película ya empezada, y yo recuerdo ver unas personas que se disparaban sin saber por qué, unas naves espaciales súper chulísimas, unas espadas láser, un señor con un casco negro que hablaba muy gravemente, y un planeta que explotaba. Y fin. Pero como en aquella época existía la sesión continua (para los más jóvenes: podías quedarte y ver la misma película todas las veces que quisieras hasta que cerrase el cine), pues me dijo mi padre: “bueno, pues como no hemos visto el principio, vamos a quedarnos a verlo, ¿no?”. Y eso hicimos.

Entonces comienza de nuevo la película y aparecen unos letreros que dicen “Episodio IV”: ¿cómo que episodio 4, pensé yo? ¿pero qué nos hemos perdido? ¿entonces lo que hemos visto hasta ahora eran los episodios del 1 al 3? ¡Pero si no ponía nada! En fin, que aparece una especie de pastor en el desierto, con un coche súper chulo que volaba (eso sí), unos músicos extraterrestres cuya alucinante melodía no olvidaré jamás, unas naves espaciales, y... Entonces mi padre, quien a la vista está veía aquello como una chiquillada sin sentido, me dice: “bueno, esta parte ya la hemos visto, ¿y si nos vamos?”; yo jamás me atreví (ni me atrevo) a contradecirle, así que nos salimos del cine. Si alguien le hubiese explicado a mi padre que aquella película era en realidad un western, solo que ambientado en una galaxia muy lejana... un western, como una de sus adoradas películas del oeste de John Wayne y compañía... quién sabe, quizá le habría gustado, quizá otro gallo hubiera cantado. Pero no, nos salimos del cine.

Así que, al salir del cine, mi mente era un caos. De verdad, no entendí nada. Nada de nada.

Cuando volví al colegio, los demás niños comentaban la película, que si era muy chulo Luke, o bien Obi-Wan o ¡ay, qué susto daba Darth Vader, pero cómo molaba! (entonces no se decía “molaba”,  claro). Pero yo no conocía a ninguno de los personajes; recuerdo que me los mencionaban y yo no era capaz de identificar a ninguno de ellos. Recuerdo también que alguno de mis compañeros me preguntó que qué me parecía Darth Vader y yo dije algo así como “¿quién?”: total, un follón.

Así que empecé a pensar que solamente había dos explicaciones válidas para aquel dilema: una, que yo era idiota y que no entendía algo tan fácil que los demás pillaban al vuelo (fantástico para la autoestima, yu-hu), o dos: que aquella película era algo así como lo que años después describiría como una obra de “arte y ensayo”, es decir, un concepto metafísico en el cual el autor vuelca una serie de conceptos tan abstrusos y elaborados que sólo unas pocas mentes privilegiadas pueden digerir... un poquito Eisenstein, Tarkovsky, Bergman o Dreyer.

En fin, que una de dos: o yo era tonta o me faltaba ver más cine. Recuerdo llorar por la noche pensando que nunca más podría volver a ver aquella película (no había vídeos, ni reposiciones, ni nada de nada, queridos millenials...). Así que me obsesioné con el cine: ya que no podía entender aquello, sería yo quien fabricaría esas hermosas películas, en las que las naves espaciales y la imaginación correrían libres a sus anchas. Cuando me preguntaban que qué quería ser de mayor, yo decía “director(a) de cine”. Y lo decía de verdad: yo quería hacer historias como aquellas, que dejasen sin palabras y boquiabiertos a los públicos que las vieran.

Pero también necesitaba comprender aquello que mis compañeros de clase entendían perfectamente bien pero yo no: así que necesitaba empaparme de las películas que veía, desde el principio hasta el final, letras de crédito incluidas... a ver si era por eso que yo no entendía las historias. Y memorizar actores, directores, compositores de las bandas sonoras, ambientación, localizaciones...

Poco tiempo después, vi (esta sí en orden) “Superman”, de Richard Donner con Christopher Reeve, y me hipnotizó: un hombre volador, todopoderoso, cine-entretenimiento en estado puro, música sublime (después conocí a John Williams y su enorme talento)... y me reconcilié con el cine. Pero yo seguía necesitando más: seguía sin entender aquella historia de pastores espaciales.

Para más inri, pasado el tiempo emitieron en televisión “El imperio contraataca”, pero se conoce que me pilló en época de salir con los amigos, y alguien me dijo “eh, ya la verás en vídeo”... cosa que no llegó a suceder. Y tiempo después emitieron “El retorno del Jedi”, la cual sí que vi, y aparte de no entender mucho, sí que me reventaron uno de los mayores spoilers de todos los tiempos: “Yo soy tu padre”... Quizá por eso odio los spoilers con toda mi alma. Quizá por eso odio los trailers de las películas, y no quiero saber nada, absolutamente nada, hasta que sea yo quien la ve, y que sea yo quien descubre los misterios guardados por sus creadores. Quizá por eso, y por todo lo anterior, necesito ir al cine con media hora de antelación, para hacer pis (una o dos veces), para comprar palomitas sin prisa, para entrar, sentarme, colocar el abrigo, limpiar las gafas (una o dos veces, o tres), y zambullirme en la película, como si fuese lo último en la vida... y esperar a que salgan todos los títulos de crédito, hasta el final, en donde pone eso de “ningún animal fue dañado...”

En fin. Que yo quería ser director(a) de cine, quería volcar toda mi imaginación y fantasía en crear historias maravillosas, que hiciesen soñar a las gentes, y que me permitiesen expresar eso que yo quería: admiración, sorpresa, estupor, maravilla, escalofrío, llanto, identificación... fascinación, otra vez. Pero la educación..., católica, apostólica, romana..., se encargó de ir limando, puliendo, recortando, esa imaginación, y finalmente no dirigí cine, sino que me convertí en un chico lógico, cuadradito, recortadito y educadito de los que gustan a la sociedad; crecí de forma educada y respetuosa, hice una carrera de esas que (dicen que) dan dinero y me gané la vida de manera civilizada, productiva y silenciosa... Hasta que... (eso es otra historia).

Tengo en la cabeza gigabytes de información inútil sobre directores, actores, guionistas, compositores, maquilladores, iluminadores... que no me servirán para nada, salvo que me vuelva a llamar (ay...) Jordi Hurtado. En el mejor de los casos, me ayuda a ganar cuando jugamos al Trivial Pursuit, pero seguramente ocupa un espacio valiosísimo en mi cabeza que más me serviría para recordar, por ejemplo, qué comí ayer.

Así que yo, sintiéndolo mucho, no soy de Star Wars, ni puedo serlo. Mi trayectoria me lo impide. Pero amo el cine; de manera caótica, destructiva y muy friki, pero lo amo.

Y soy trekkie, soy de Star Trek. Y adoro a Spock. Tan lógico, cuadradito, recortadito y educadito, de los que gustan a la sociedad.



PD: tiempo después, vi la saga de Star Wars entera, en orden, con calma y en silencio...: aún tengo la sensación de que se me escapa algo, que no entiendo del todo la historia...


Contransdicciones


Te pasas la vida intentando encajar. Encajar en el pequeño recuadrito que te han asignado porque, como naciste con un pito entre las piernas, pues te dijeron que eras un niño, y que de mayor debías convertirte en un hombre de provecho, un señor respetable. Y tú te lo crees, porque eres de natural obediente y cumplidor(a) y no te gusta llevar la contraria. Así que, aunque hay algo que no te acaba de cuadrar, les haces caso, porque también te han enseñado a fuego que los mayores siempre llevan razón, y tú como no quieres alborotar pues eso, les haces caso. Y vives como un niño e intentas hacer cosas de niño, aunque lo que de verdad te encantaría es estar con las niñas y jugar a sus cosas, pero como eres un niño católico, apostólico y romano, y además no eres de llevar la contraria, pues te aguantas y sigues haciendo de niño. Aunque a veces no puedes evitar cogerle a escondidas la ropa a tu madre, y rezar a Dios para que por la mañana tengas otra cosa entre las piernas y puedas decirle a tu madre “yo no he sido, ha sido Dios, yo no quería”, aunque claro que sí que querías. Y porque eres cobarde y lo último que querrías es que te pasase lo de ese niño de tu clase que se pinta las uñas y los demás lo meten de cabeza en el cubo de la basura gritándole de forma ensordecedora “¡maricón!”, a pesar de que no sabes qué significa eso de “maricón”, pero es evidente que debe ser algo malísimo.

Y creces disimulando, reprimiendo cualquier atisbo de pluma que te pueda salir, porque eso sería descubrirte, como los judíos en tiempos de nazis, y te armas de una coraza que impide, con un lastre de plomo, los movimientos afeminados... e intentas pasar por un niño, aunque no te sale lo de jugar al fútbol (y lo has intentado, de verdad, pero no hay manera...), ni lo de dar golpes gratuitos a los amigos, ni eso de hacer el borrico a la mínima ocasión... Y a pesar de eso, haces buenos amigos, y tu familia te acepta y te quiere porque eres un niño estudioso, obediente, respetuoso y bueno. Pero tú sigues sabiendo que algo no encaja, no acaba de encajar.

Y de repente eres un chico (nunca pude decir la palabra “hombre”, me daba repelús) con carrera universitaria, de esas que dicen que dan dinero, y tienes una buena vida familiar y social, a pesar de que tus amigos de vez en cuando te dicen “qué raro eres”... pero le sigues cogiendo a escondidas la ropa a tu madre... Y cuando empiezas a trabajar y a ganar un poco de dinerillo lo primero que haces es comprar algo de ropa de mujer en un hipermercado, a ser posible muuuuuy lejos de tu casa (no sea que alguien te conozca), y guardarla en el máximo de los secretos. Y cuando tienes algo más de dinero alquilas un trastero donde la guardas, y desde donde (inevitablemente) de vez en cuando sales vestida como lo que sientes que eres, para dar un paseo a altas horas de la madrugada, mejor a ser posible si está lloviendo, para poder ir con abrigo hasta el cuello y paraguas, no sea que cualquiera te descubra y te pegue una paliza o te tire una piedra, o algo peor.

Y un día eres un adulto, y te has construido esa vida respetable por la que tantas personas matarían... pero sigues sintiendo que es una farsa. Y llega un momento en el que la asfixia es tal que sientes que no puedes respirar, y necesitas salir a tomar aire, y ser tú, ser tú misma, esa chica, esa mujer, que tú siempre has sabido que eras, pero que jamás te has atrevido a ser, porque corría peligro tu vida. Porque te podían matar, porque durante estos años has leído (a escondidas) muchas noticias, y reportajes, y libros, y has visto películas, y sabes que te ha tocado lo peor que puede haber en el planeta en el que te ha tocado nacer: contradecir la primigenia e intocable etiqueta que se imprime a todo ser humano que nace vivo: ¿es niño o niña?

Y como te ahogas, el instinto te dice que debes respirar, a toda costa, a cualquier precio. ¿Que me pueden matar? Lo sé, pero si no respiro también moriré. ¿Morir?: es una opción. Pero... ¿y si saliera bien? Y empiezas la “transición”. Y afortunadamente te sale bien, requetebién diría yo, aunque no es gratis (de los precios que se pagan, altísimos precios, otro día hablamos). Y empiezas el camino. Y te llaman “valiente” (¿valiente, yo? Si tú supieras...), y lo cuentas pacientemente a quienes te rodean, una, dos, tres, cuarenta y siete, setenta y dos... mil veces. Y, como quien se tira desde un trampolín, lo haces. Haces el cambio, el proceso, la transición, como se llame. Con (nunca lo habría imaginado) éxito. Y llega un día en que te dicen que eres un referente, que no hay muchas como tú, y puedes ayudar a quienes están como tú estabas hace... ¿milenios, siglos? Eso parece, pero en realidad fue... ayer.

Y cuando crees que lo tienes todo bajo control, cuando ves que por fin has encajado en el otro recuadrito, en el que no te asignaron, en la parte opuesta del muro de metacrilato que llevas viendo desde que tienes memoria... cuando piensas que todo está correcto, resulta que lees aún más libros, y conoces personas que te hacen replantearte todo, todo, todo, absolutamente todo el mundo en el que creías que vivías, y tienes conversaciones que te abren la mente de par en par, como cuando ventilas el dormitorio por la mañana, y que te deslumbran y te dejan helada y sin resuello, porque... ¿y si no hubiera recuadritos? ¿Y si esa elección que tuviste que hacer con apenas uso de razón no hubiera habido que hacerla? ¿Y si todo es un juguete que hemos inventado los seres humanos para distraernos (construcción social, le llaman)?...

Entonces... ¿qué he hecho hasta ahora? ¿He hecho el tonto, la tonta? ¿Es que no había ningún recuadrito que cumplimentar? ¿Acaso podría yo haberme quedado donde estaba pero siendo “natural”, dejándome llevar por mis impulsos irracionales (ay, impulsos cubiertos por capas y capas de educación, más dura que el mármol a mis quejas...)? ¿Y cómo es “ser natural”? Yo no puedo saberlo, lo enterré en cuanto tuve uso de razón...

Así que, si las categorías sociales, si el género en concreto, es algo creado por los humanos... si esa frontera que divide al mundo en dos, no existiera... ¿Tendría sentido transitar hacia ninguna parte? Si todo fuese una sopa de individuos únicos, heterogéneos, libres e irrepetibles, mundo en el cual nadie se sintiese ofendido por cómo es su vecino (qué maravilla, ¿sucederá algún día?), ¿sería necesario ser transgénero? Ahora que, por fin, a mi edad, he entendido quién soy y lo que soy, ¿ahora vuelvo a no tener sentido?

Toda la vida intentando encajar, y por fin lo he conseguido. Y al final del proceso, parece que no había que encajar en ninguna parte... Me dicen que lo que hace falta es cambiar el mundo, que somos los seres humanos quienes hemos inventado un sistema que hace infelices a las personas, y que debemos destruirlo... Y que me toca a mi unirme a esa revolución. Y yo me pregunto: maldita sea mi suerte, ¿por qué demonios debemos las personas trans cambiar el mundo? ¿Por qué tenemos que llevar sobre nuestros hombros esa abrumadora responsabilidad? ¿Por qué debo yo de liberar a la Humanidad? ¡Pero si yo soy cobarde, muy cobarde! ¿No os dais cuenta?... ¿Cómo voy a hacer eso? Además, que es muy fácil pedir eso por parte de quienes no saben lo que implica...

Si todo en fin es una construcción artificial, si todo podría ser, o haber sido de otra forma, ¿tiene sentido mi lucha? Si no existe ni el hombre ni la mujer, ¿entonces soy, o no soy, una mujer? ¿De verdad que me he pasado toda mi existencia ocultando que me gusta pintarme los labios, para ahora concluir que pintarse los labios debería ser libre? Y lo peor es que no puedo estar más de acuerdo: claro que sí, claro que no debería haber barreras entre géneros, y ni siquiera debería haber géneros, pero... ¿eso en dónde me deja? Cuando creí que ya sabía quién era... ¿quién soy yo entonces?


Yo sólo quería encajar...


sábado, 14 de marzo de 2015

Cicatriz


Yo tengo una cicatriz en mi pecho. Una enorme y espantosa cicatriz. Es grande, terrible y fea, y me recorre toda la parte frontal de mi cuerpo, de arriba abajo, como una formidable herida de guerra que hubiese partido en dos mi existencia.

Cuando miro mi cicatriz, no puedo sino recordar el tremendo dolor que sentí en aquel momento. Un dolor punzante y profundo, calor intenso y frío insoportable al mismo tiempo, muerte y más muerte… pero seguí viviendo, mi pobrecito cuerpo y mi pobrecita alma sobrevivieron, porque así tenía que ser.

Me arrancaron el corazón. Sin anestesia, ni paliativos, ni caricias: fue de cuajo, a tirones, bocados y hachazos. Me arrancaron el corazón. Creí que moriría… era lo más lógico, y si lo piensas bien también era lo mejor, lo menos doloroso… morir, y acabar al fin.

Días de agonía, semanas, meses de lamentos, de gritos de dolor y de aullidos lastimeros; nunca curaría, tendría siempre mi pecho abierto en dos, como un canal, como una grieta en la montaña por la que salen murciélagos y caen los incautos que no miran por donde, ay, pisan. Herida eterna, siempre sangrando.

Pero sobreviví.

Seguí viviendo. Y la herida fue cerrando, poco a poco, despacito, al ritmo que necesitaba mi organismo, a la par que la vida me iba sanando con sus idas y venidas… y continué existiendo, y mi daño cada vez dolía menos, y fue naciendo una costra que cada día cubría un poquito más de la desgraciada abertura. A veces se volvía a abrir y había que volver a dar algunos puntos de sutura, y más (inútiles) anestésicos, pero, inexorable, fue disminuyendo. Y un día, cuando menos me lo esperaba, reparé en que la brecha se había cerrado por completo, y en lugar de la desagradable herida surgía una costura que me acompañaría el resto de mi vida.

De mi vida, sí, porque ¡oh sorpresa!, el corazón, aquel órgano que ya di por perdido, me volvió a crecer. Pequeñito al principio, delicado y recién nacido, sensible y muy enfermizo, susceptible a cualquier vaivén de los sentimientos… y más y más grande después, creciendo, engordando, despacio y a su propio ritmo, hasta ocupar el espacio que tuvo hace millones de años, antes del desgarro.

Ya late otra vez, con células nuevas recién criadas. Lo cuido, lo cuido mucho; es mi corazón, es la parte más importante de mi ser, y lo había dado por perdido. No esperaba volver a sentirlo y aquí está, bombeando de nuevo sangre a mis arterias y venas, y a mis alegrías y a mis penas y a mis ganas de vivir, sentir, llorar y reír. Y lo quiero, y lo amo, como se ama algo muy valioso que se había dado por perdido y se ha vuelto a encontrar. Y lo necesito, como él me necesita a mí. Juntos, él y yo, vivir, vivir, vivir.

Ahora, cuando veo mi cicatriz, ya no me duele, ni me lamento, ni siquiera me parece fea. Sigue siendo grande e impresionante, y ahí estará durante todos los días que me queden en este mundo. Pero ya no me asusta. No, ya no. Cuando la miro me parece una herida de guerra que llevo casi con orgullo, orgullo por haber sobrevivido a una muerte segura, porque incluso cuando me arrancaron lo más valioso, salí adelante, entre el barro de las trincheras y la sangre que brotaba de mi interior, yo resistí, y mi desaparecido corazón, y mi maltrecha alma, se desplegaron de nuevo en mi interior. A veces, cuando va a cambiar el tiempo, me vuelve a molestar, me da como pinchacitos, pero respiro hondo, miro adelante y se me acaba pasando.


Veo mi cicatriz y sonrío. “Qué mal lo pasé”, pienso. Ahí está, por los siglos de los siglos. La acepto, es parte de mi ser, y no me importa que me cruce el pecho. Me acompaña adonde voy, con tranquila y serena aceptación. Es mía.


viernes, 4 de octubre de 2013

(IN)EXISTENCIA


-         Pues efectivamente, amigo mío, la conclusión es clara: usted no existe.
-         Pero... ¿cómo dice? A ver, a ver, me parece que no le he entendido bien... – replicó el paciente
-         Clarísimo. Como agua de manantial – repuso el médico -. Le hemos hecho todas las pruebas, y los resultados están claros, la ciencia no miente: es imposible que usted exista. La naturaleza, que como todo el mundo sabe, es sabia, no podría haber permitido algo así, tan aberrante, tan extraño, tan poco... natural.
-         Pero, pero... bueno, vamos a ver – contestó de nuevo el paciente, empezando a mostrar un incipiente enfado: ¿Qué tontería es esa de que “no existo”? ¡Pero si estoy aquí! ¿O es que no me ve usted?
-         Claro que le veo, es más, le he estado reconociendo durante las últimas semanas para analizar su caso, le he sacado sangre, le he hecho radiografías, escáneres... vamos, todas las pruebas que la medicina conoce hasta la fecha. Al principio me pareció extraño, me costó entender tan infrecuentes cifras, los resultados han indicado sin excepción que el sujeto analizado no podría estar vivo, son conclusiones que no se han presentado nunca antes. Incluso repetí las pruebas, por seguridad, y los resultados han vuelto a ser los mismos...
      Mire, la ciencia moderna está a años luz de la que teníamos hace cuarenta años: la tecnología nos ofrece máquinas que fallan una de cada millón de veces, incluso tenemos métodos para detectar esos errores y reducirlos aún más... Por eso mi conclusión es inequívoca: usted no puede existir, y por lo tanto, no existe.
 
El paciente calló unos segundos, abrumado por tanta palabrería, y por la tremenda seguridad que emitía el eminente doctor, y al final dijo con un hilo de voz:

-         ¿Y... entonces... yo... ahora qué hago? Si no existo, si no puedo ser producto de la naturaleza, ¿por qué estoy aquí? ¿Por qué he venido a esta consulta, y por qué le estoy hablando ahora mismo?
-         En realidad eso no importa, ni siquiera sé si usted podría utilizar la palabra “yo”... como no existe, no debería de hablar en primera persona, ¿no cree?
-         Claro, claro, lleva usted razón... – dijo ... quien sea, o lo que sea, o no sea... – yo no existo, así que... o mejor, dicho, esta persona no existe... no, tampoco puede referirme a mi como “esta persona”, ¿no? Uf, qué difícil es esto, no existir, no poder hablar de uno mismo... Y bueno, doctor, entonces ¿tampoco podré seguir viendo a mi familia, ni a mis amigos?
-         ¡Claro que no! ¿No querrá usted que les tomen por locos, hablando con alguien que en realidad no existe?
-         No, claro, claro, pobrecillos... ¿Y mi trabajo? ¿Y el coro donde canto, tampoco podré ir? Me gusta tanto cantar...
-         A ver, vamos a ver si le queda claro: usted no es una persona. Y además, nunca lo ha sido. Básicamente porque no existe como tal. Así que ni sus amigos son sus amigos, ni su familia es tal, ni su trabajo... usted no tiene aficiones, no puede tenerlas, ¡no es natural! ¿No lo entiende?
-         Buf, me cuesta entenderlo... se ve que, al no existir, a mi mente le resulta difícil entender... claro, es que mi mente tampoco existe...
-         ¡Eso es! ¡No hay tal mente, ni cerebro ni nada! Veo que lo va usted entendiendo...
-         Pero entonces... –y una lucecilla empezó a encenderse en sus ojos-, si no existo, ¿cómo es que comprendo que no existo? Hay algo ilógico en su razonamiento, doctor.
-         Anda, pues es verdad, no lo había pensado así. Si usted no existe, no puede entender que no existe... esto sí que es chocante... - dijo el doctor, con evidente contrariedad.- Vaya, qué paradoja...
-         Oiga, y si esa conclusión contradictoria, y por tanto imposible, la ha elaborado usted, ¿no será que el que no existe es usted? – dijo el paciente, con valentía.
-         ¿Cómo? No, no puede ser, ¿cómo no voy a existir yo? – Dudó unos momentos-  Pero, sin embargo, podría ser, sí... no lo había pensado...
-         ¡Claro! ¡Eso es! De esa manera todo encaja, ¿no lo ve? Es usted quien no existe, y todas sus conclusiones son erróneas, antinaturales... ¡es usted el que debe asumir su inexistencia! Vamos, es usted médico, debería entenderlo fácilmente... o, en fin, no es usted nada, porque no existe...
-         Claro, claro... –siguió diciendo el doctor, cada vez más ensimismado, bajando poco a poco el volumen de su voz-, lleva usted razón: soy yo quien no existe, así todo tiene sentido, todo encaja...

Y desapareció. El medico, como buen científico que era, aceptó su inexistencia, y se fue desvaneciendo poco a poco.

-         ¡Qué alivio! Menos mal que no era yo, de lo que me he librado –dijo el paciente para sí mismo.

Salió de la consulta, y siguió existiendo.
 


 


viernes, 30 de agosto de 2013

La mirada de los ultracuerpos


Esta vez no ha sido a mi: ha sido a una amiga. Ella lo sufrió, y me lo ha contado. Horrible, helador, como suele ser. Y frustrante, como yo recuerdo que también me ha pasado a mi. Y supongo que a todos; aunque a ella esta vez, por causas que no vienen al caso, le dolió especialmente. Como no soy quién para interpretar las sensaciones de mi amiga, describiré cómo me ha pasado a mi cualquiera de las veces... sólo de pensarlo, brrrrr.... escalofrío que recorre mi espinazo.

Suele suceder cuando uno atraviesa pueblos pequeños, aislados, de esos que no salen en los mapas, pedanías o “cortijás”... en estos casos es casi comprensible: hay personas, generalmente ya mayores, que no ven una cara nueva habitualmente, acostumbrados al campo y a los animales, y a los pocos humanos que aún se atreven a vivir en estos parajes que, haberlos, haylos... entonces se puede entender, hasta resulta pintoresco.

El problema es cuando sucede en un pueblo de cierta magnitud, o en una ciudad mediana... y acongoja cuando la escena transcurre en ciudades grandes, de esas que son capital de algo más que de provincia. Y hiela la sangre cuando pasa en tu propio barrio.

Es corto, no dura más de unos segundos, y sigue un patrón común: tú vas andando, o en coche a poca velocidad, o en bicicleta... cuando te cruzas con el sujeto, con el que yo, en mi mente, llamo “el ultracuerpo”... (es recomendable para seguirme el hilo haber visto “La invasión de los ladrones de cuerpos” obra maestra en blanco y negro, o el remake “La invasión de los ultracuerpos”, ya en color).

Bien. Tu ánimo es, digamos, normal, hasta que ves que el ultracuerpo (que puede ser hombre, mujer, adulto, niño) te mira como si hubieras salido del mismísimo infierno, y tuvieras cuernos y rabo; o si hubieses venido en platillo volante desde Saturno a invadir la Tierra, y los cuernos, en esta ocasión, fuesen dos antenas verdes. El ultracuerpo abre mucho los ojos, que dan ganas de mirarse al espejo por si se te ha caído la cara... a veces, este gesto es acompañado con una progresiva apertura de boca, de menos a más, proporcional a la sorpresa que les hemos causado. La cabeza va girando al son de nuestro desplazamiento, y no dejan de mirarnos sin pudor alguno. Es esa mirada la que no es de este mundo.

Esa mirada te sacude el alma. Te deja como un estornudo interrumpido. Es de una tremenda falta de respeto, de lesa humanidad. Te mira a los ojos sin piedad ninguna, eres un objeto para el ultracuerpo, no le importas, ni siquiera estás vivo, no eres nada. Te disecciona con la impunidad de quien abre una geoda con un martillo, como quien abre un hormiguero a ver qué hay dentro. Les falta, lo único, señalar con el dedo acusador... aunque no lo necesitan, esas pupilas señalan sin uñas.

La sensación es... si hay alguien que no lo haya sentido, intentaré explicarla: una mezcla de miedo, vergüenza, irritación (más bien cabreo) e impotencia... o algo así. Dan ganas de contestarle “¿y tú qué miras?”, como cuando tenías ocho años, pero claro, esto te haría quedar peor. O de plantarte delante y mirar fijamente, a ver quién aguanta más. O de preguntarle “disculpe señora, ¿hay algo en mi que le cause sorpresa?”, pero sospecho que no serían capaces de responder, incluso dudo de que sepan hablar. Aún peor es cuando el ultracuerpo es una niña o un niño: “ya lo han captado, está perdido”, piensas, ya es uno de ellos...

¿Qué hacer ante estos bichos? Buf, si yo lo supiera.... hay quienes bajan la mirada, con culpa inexplicable, pues tienen la culpa bien aprendida. Otros miran hacia otro lado, silbando, cantando, como si no hubieran visto al inhumano ultracuerpo, como quien canta para ahuyentar el miedo... yo intento sostenerles la mirada sin detenerme, todo el rato que sea posible, endureciendo mi gesto, imitándole, como en el “juego del gallina” en el que se retan dos coches frente a frente: a veces funciona, y el inhumano desvía la suya, o tose y hace como que no miraba: ¡Victoria! ¡Lo hemos aniquilado, el demonio ha salido de su alma!

El problema se plantea si la contra-estrategia no funciona, cuando el engendro sostiene la suya, con el gesto aún más duro. Ahí ya depende de tu fuerza, amigo: si eres capaz, sigue, concéntrate, acaba con él... yo debo reconocer que no puedo, si me aguantan un rato largo (son unos segundos en tiempo físico, pero eones en tiempo mental) me vengo abajo, me han vencido, ellos sí que son de otro planeta donde el respeto no existe, y me han tumbado.

Peor aún: el bicharraco es un niño, le sostienes la mirada, y contraataca con expresión de odio terrible, sin ceder nunca: es el horror, estamos todos condenados... ¡¡¡¡¡aaaaayyyyyyyyy!!!!!

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Partícula subatómica

Había una vez una partícula subatómica que vivía en un acelerador de partículas. Da igual si era un electrón, un neutrino o una partícula alfa, eso no nos importa. Lo que importa es que la partícula era feliz en su acelerador; daba vueltas y vueltas y solamente de vez en cuando se chocaba con otra partícula que venía en dirección contraria. Eso le gustaba, era lo que se esperaba de ella, que se chocara y se produjesen nuevas subpartículas que los científicos estudiarían para ir descubriendo que la materia no tiene fin... Mientras se chocaba o no, seguía dando vueltas, y cuando chocaba se enorgullecía de su función, útil para la ciencia. Luego, volvía a renacer de la nada (como todo el mundo sabe, es lo que hacen estas partículas) y seguía dando vueltas.

Todo iba bien, hasta que, tras dos o tres millones de vueltas al tubo de 40 km del acelerador, llegó un momento en que la partícula se sintió encerrada; empezó a pensar que no era libre, que solamente hacía lo que se esperaba de ella, y que no tenía más camino a seguir que los kilométricos cilindros donde, con el resto de sus compañeras, existía. En las tertulias con sus colegas empezó a comentar que no se sentía feliz, que necesitaba explorar nuevos caminos, otras direcciones, otros vectores, en este o en otros universos, daba igual, pero siendo ella la que decidiese el camino a seguir. “Eres tonta”, le dijo un día una partícula tau, “eres una partícula subatómica en un acelerador de partículas, ¿qué crees que puedes hacer fuera de aquí? Tu destino es éste, y no otro, no quieras ser lo que no eres”... las demás la miraban con diferentes expresiones, unas con asombro, otras con compasión, indignación, e incluso alguna con una irritante sonrisa paternalista.

La partícula se resignó, y pensó que no le quedaba otra que seguir dando vueltas y chocándose con quien viniese de frente... pero no era feliz. Cada vez giraba más despacio, las vueltas al acelerador se le hacían interminables, y cuando chocaba con otra (cada vez menos), se limitaba a destellar fugazmente... incluso los científicos lo notaron, vieron que esa partícula no era como las demás, que no tenia la misma fuerza que el resto, y dedujeron que era una cuestión de isótopos.

Al cabo de varios eones (en el mundo de las partículas subatómicas da igual un segundo que mil años, cosas de la relatividad) la partícula concluyó que no podía más, que necesitaba libertad, y que debía salir de allí; ese acelerador era una cárcel, brillante y genial, sí, pero una prisión al fin y al cabo, y se estaba asfixiando.

Y escapó. En una de las vueltas descubrió un pequeño resquicio entre varios átomos y, tras reunir el valor suficiente, salió al exterior. ¡Por fin era libre, podía dirigir sus desplazamientos espacio-temporales adonde quisiera! Eso era, para ella, la felicidad: la libertad.

Ahora nadie le marcaba el camino a seguir, solo ella misma, y podría saltar a la dimensión espacio temporal que deseara; e hizo uso de la libertad: viajó, a la velocidad de la luz, por toda la Tierra, y cuando se hartó, salió a conocer Marte, y el cinturón de asteroides, y tras recorrer el Sistema Solar fue a visitar el Cinturón de Kuiper, y luego estuvo en Alfa Centauro, y en NGH 2347, y en la Puerta de Tannhäuser, y en... pero se seguía aburriendo, porque era muy indecisa, y cuando estaba en un sitio, inmediatamente quería estar en otro, y la galaxia de al lado siempre le parecía más brillante que donde se encontraba en ese momento...

Y, ay, se dio cuenta de que le seguía faltando algo: podía ir a donde quisiera, pero... ¿a dónde quería ir? Era libre, completamente libre, para dirigir sus pasos a cualquier parte del Universo, el problema era que... no sabía a dónde ir... quería ir al norte, pero también al sur, y al este, y al oeste, y a todas las coordenadas posibles. ¿Para qué sirve la libertad, si al final hay que limitarse a una sola opción a la vez?

Entonces tomó una decisión: tomar todos los caminos posibles al mismo tiempo. Las partículas podían hacerlo, pero le habían explicado en la escuela (una escuela infinitesimal, claro) que era tremendamente peligroso, de hecho nadie sabía las consecuencias de realizar ese acto; la mecánica cuántica es tan absolutamente compleja que ni siquiera las partículas la conocen del todo... era consciente del peligro, le habían advertido, pero ya llevaba varios millones de años-luz recorridos dando tumbos por el espacio, y estaba peor que antes, porque había descubierto que así tampoco era feliz. Tan miserable se sentía, que había vuelto a la Tierra, y estaba completamente inmóvil en un descampado, al sol, sin ganas de nada...

Es mejor intentarlo, por arriesgado que sea, que vivir siendo una desgraciada, pensó; se armó de valor, desplegó las super-cuerdas de que estaba hecha en todas las direcciones posibles, y se proyectó por el Universo...

Acabó desapareciendo en el infinito...

sábado, 25 de junio de 2011

Profeta

Hay un profeta que no figura en la Biblia, pero que condiciona la vida de todos los humanos. Nadie lo ha leído, pero todo el mundo ha escuchado hablar de sus enseñanzas, y desde niños nos creemos a pies juntillas todo lo que nos dice, haciéndonos sentir mal cuando lo desobedecemos. Nos lo han predicado con toda su buena fe padres, maestros, curas, amigos, familiares, y tenemos el convencimiento de que, sólo con nombrarlo, su palabra es sagrada.

Si hacemos caso de los que nos dice, la vida nos irá bien, seremos aceptados por la sociedad y estaremos entre los ciudadanos ejemplares que son dignos de admiración. Terminaremos estudios, tendremos trabajo (y uno bueno además), solvencia económica, una pareja y una familia dignas de envidia, y probablemente estaremos en sintonía con el Universo entero. Pero, si no le seguimos la corriente... ay, entonces el mundo no nos lo perdonará, seremos desterrados de los bienpensantes y nos alejaremos de la media aritmética de los humanos...

Es un asunto comúnmente aceptado que el profeta del que hablo siempre tiene la razón, es más, basta citarlo para que lo que se añada a continuación sea cierto. Hasta presidentes de gobierno y autoridades religiosas se rinden a sus pies, y cuando un político lo invoca, parece hasta que lleve razón en lo que dice.

Sin embargo, existe una tropa de descreídos que no le profesan la debida veneración, y entre estos hay dos tipos: los primeros, aquellos que no han creído nunca en él, y que se definen a sí mismos como seres satisfechos, puede que incluso felices, extrañamente felices, porque el resto de mortales los desprecia, los rechaza y no puede comprender su chocante comportamiento.

Pero los peores son los segundos, quienes lo siguieron sin dudar, fueron sus más fervientes súbditos y un día se percataron de que, al acatar su doctrina, habían arruinado su vida por completo: ¿qué hay peor que descubrir un día que has sido fiel a tu maestro, has cumplido todos los preceptos que te han sido encomendados y que, sin embargo, tu propia vida se desmorona porque toda esa sabiduría no era lo que necesitabas? ¿que la ideología que has seguido y defendido era... humo?

El nombre del profeta, lo sabemos... Se llama San Deberías, y todos lo hemos invocado más de una vez, y nos lo invocan de vez en cuando. La creencia en este profeta no es maligna, y cuando alguien lo cita lo hace en general con intención sana, de ayudar. Sin embargo, hay que hacer una denuncia: es un falso profeta.

Necesitamos dejar de una vez de escuchar sus enseñanzas, sus embustes y falacias imposibles de cumplir, y convertirnos; seguir a otros profetas más veraces, como son San Quiero, San Necesito y San Yomismo, aunque también a estos hay que ponerlos en cuarentena...

lunes, 6 de junio de 2011

Saber...se

El caso es saberse uno mismo, como quien se sabe una lección de carrerilla, o una canción, o el padrenuestro. Pero en estos casos, querer empezar por la mitad es inútil, no te la sabes tan bien... necesitas empezar desde el principio, para que el ritmo interno te tire de la memoria y las palabras vayan saliendo solas.

Con la propia vida es parecido, crees que te sabes, pero como te quedes parado pierdes el hilo, no sabes seguir porque has perdido la inercia que llevabas. Necesitas empezar de nuevo, desde el principio, desde la línea 1 del texto. El problema es que leíste esa línea hace... ¿cuánto hace que leíste esa línea? Además, en la época en que la escribiste aquella frase tenía sentido, pero ¿por qué hoy no la entiendes, no te dice nada, ni siquiera te crees que fuese tuya?

Es como esas veces que, de repente, una palabra cualquiera te resulta extraña, como si no la hubieras escuchado nunca. De repente, “murciélago” o “jardinería” te suenan a chino mandarín; de repente, la propia vida parece extraña, ajena, y lo peor es la sorpresa, porque se supone que uno mismo se sabe de memoria, y resulta que no, que te has olvidado de cómo eres, de quién eres...

Qué vergüenza, no saberse, ¿y si te preguntan, como en la escuela? ¿Y si descubren que no te sabes, que no te has aprendido todavía? Pero, ¿cómo estudiarse, como memorizarse o, aún más complicado, cómo entenderse?

No memoricéis, alumnos, dicen los profesores, comprended el significado de lo que ahí está escrito y se os quedará dentro, pero, ¿cómo se comprende el propio texto que uno ha ido escribiendo, lleno de tachones, tippex, folios arrugados, anotaciones al margen, manchas de café y lágrimas? Porque no ha habido tiempo para pasarlo a limpio, porque no podemos parar de escribir folios nuevos que no nos dejan releer los antiguos... porque como no entendemos la explicación de los profesores que son el mundo y la vida, tomamos en los apuntes lo poquito que somos capaces de descifrar, y eso no hay manera después de comprenderlo, ni memorizarlo, ni a veces tiene demasiado sentido.

Has perdido el hilo, eso es, basta con seguir la lectura y te enterarás de qué va la historia... ¿y si la historia no te gusta? ¿y si paraste de leer precisamente porque no querías seguir el argumento? Ojalá pudieras avanzar varias páginas de golpe y descubrir ahora mismo quién es el asesino, como en las novelas de misterio, pero sabes que no puedes, y que aunque el final no te guste hay libros que no se pueden dejar a la mitad, como el de tu propia vida.

Saberse, saberse... los demás aparentan saberse bien, llevan años demostrando a los otros que se saben, pero la mayoría copian o utilizan chuleta, porque no se saben, nadie se sabe en realidad. ¿O sí? Y eso es lo peor, ¿y si eres tú el único que aún no se ha aprendido a sí mismo, el más torpe de la clase? ¿Se puede repetir curso en la escuela de la vida? Algunos dicen que sí, pero el precio de la matrícula se duplica, o se triplica...