domingo, 14 de enero de 2018

Lluvia


Que no pare nunca. Que siga así, siempre.

La lluvia me protege, es mi manto de confianza. Cuando llueve no hay amenazas, ni gritos, ni excesos. Cuando llueve todo se tranquiliza, las pasiones se aplacan y los humores se atemperan. Siga así, indefinidamente.

El agua limpia la suciedad del alma. Puedo salir a las calles bajo un confortable paraguas que, aunque sintético, pareciera hecho de amorosa lana. Bajo mi paraguas yo establezco mi reino, mi pequeño condado en el que mando yo, y donde solo entran aquellos a quien la autoridad (yo, y solo yo) concede permiso.

No hay prisas, ni urgencias, ni barbacoas ni cohetes. Obliga a los ruidosos a recogerse, y concede un tercer grado, muy temporal, a las almas sensibles que necesitan el silencio, ese escaso y casi extinto silencio, para alimentar sus carencias.

Cuando llueve queda abolida la dictadura del balón; los niños, violentos, agudos, machotes, ceden sin remedio el territorio conquistado a los débiles, a quienes cuando hace sol deben esconderse porque no soportan el bombardeo, la artillería ruidosa del mundo. Cuando llueve la angustia remite, se disuelve en el café caliente que, tras la ventana, me acompaña viendo el maravilloso espectáculo, gratuito y formidable espectáculo, del cielo gris y líquido, de la naturaleza que fluye, bebe y renace.


No quiero sol, no. El sol seca. El sol reseca. Da sed, calor y odio. Dame lluvia, siempre.


jueves, 4 de enero de 2018

Wars Star


Mi relación con la serie Star Wars es, digamos, un tanto peculiar. Y, seguramente por ello, con el cine en general.

Todo empieza en 1977, o quizá 1978, o puede que algo más... yo tendría entre 5 y 6 años, o puede que algo más... y se estrenó una película de “marcianos”. Yo era entonces un niñ(o) obediente y retraído a quien le fascinaba todo lo relacionado con el espacio, y al cual su padre le llevó al cine a ver lo que entonces nadie podría haber apostado a que se convertiría en uno de los referentes cinéfilos de la historia.

Total, que mi padre me lleva al cine... y llegamos tarde. Así que entramos a la sala con la película ya empezada, y yo recuerdo ver unas personas que se disparaban sin saber por qué, unas naves espaciales súper chulísimas, unas espadas láser, un señor con un casco negro que hablaba muy gravemente, y un planeta que explotaba. Y fin. Pero como en aquella época existía la sesión continua (para los más jóvenes: podías quedarte y ver la misma película todas las veces que quisieras hasta que cerrase el cine), pues me dijo mi padre: “bueno, pues como no hemos visto el principio, vamos a quedarnos a verlo, ¿no?”. Y eso hicimos.

Entonces comienza de nuevo la película y aparecen unos letreros que dicen “Episodio IV”: ¿cómo que episodio 4, pensé yo? ¿pero qué nos hemos perdido? ¿entonces lo que hemos visto hasta ahora eran los episodios del 1 al 3? ¡Pero si no ponía nada! En fin, que aparece una especie de pastor en el desierto, con un coche súper chulo que volaba (eso sí), unos músicos extraterrestres cuya alucinante melodía no olvidaré jamás, unas naves espaciales, y... Entonces mi padre, quien a la vista está veía aquello como una chiquillada sin sentido, me dice: “bueno, esta parte ya la hemos visto, ¿y si nos vamos?”; yo jamás me atreví (ni me atrevo) a contradecirle, así que nos salimos del cine. Si alguien le hubiese explicado a mi padre que aquella película era en realidad un western, solo que ambientado en una galaxia muy lejana... un western, como una de sus adoradas películas del oeste de John Wayne y compañía... quién sabe, quizá le habría gustado, quizá otro gallo hubiera cantado. Pero no, nos salimos del cine.

Así que, al salir del cine, mi mente era un caos. De verdad, no entendí nada. Nada de nada.

Cuando volví al colegio, los demás niños comentaban la película, que si era muy chulo Luke, o bien Obi-Wan o ¡ay, qué susto daba Darth Vader, pero cómo molaba! (entonces no se decía “molaba”,  claro). Pero yo no conocía a ninguno de los personajes; recuerdo que me los mencionaban y yo no era capaz de identificar a ninguno de ellos. Recuerdo también que alguno de mis compañeros me preguntó que qué me parecía Darth Vader y yo dije algo así como “¿quién?”: total, un follón.

Así que empecé a pensar que solamente había dos explicaciones válidas para aquel dilema: una, que yo era idiota y que no entendía algo tan fácil que los demás pillaban al vuelo (fantástico para la autoestima, yu-hu), o dos: que aquella película era algo así como lo que años después describiría como una obra de “arte y ensayo”, es decir, un concepto metafísico en el cual el autor vuelca una serie de conceptos tan abstrusos y elaborados que sólo unas pocas mentes privilegiadas pueden digerir... un poquito Eisenstein, Tarkovsky, Bergman o Dreyer.

En fin, que una de dos: o yo era tonta o me faltaba ver más cine. Recuerdo llorar por la noche pensando que nunca más podría volver a ver aquella película (no había vídeos, ni reposiciones, ni nada de nada, queridos millenials...). Así que me obsesioné con el cine: ya que no podía entender aquello, sería yo quien fabricaría esas hermosas películas, en las que las naves espaciales y la imaginación correrían libres a sus anchas. Cuando me preguntaban que qué quería ser de mayor, yo decía “director(a) de cine”. Y lo decía de verdad: yo quería hacer historias como aquellas, que dejasen sin palabras y boquiabiertos a los públicos que las vieran.

Pero también necesitaba comprender aquello que mis compañeros de clase entendían perfectamente bien pero yo no: así que necesitaba empaparme de las películas que veía, desde el principio hasta el final, letras de crédito incluidas... a ver si era por eso que yo no entendía las historias. Y memorizar actores, directores, compositores de las bandas sonoras, ambientación, localizaciones...

Poco tiempo después, vi (esta sí en orden) “Superman”, de Richard Donner con Christopher Reeve, y me hipnotizó: un hombre volador, todopoderoso, cine-entretenimiento en estado puro, música sublime (después conocí a John Williams y su enorme talento)... y me reconcilié con el cine. Pero yo seguía necesitando más: seguía sin entender aquella historia de pastores espaciales.

Para más inri, pasado el tiempo emitieron en televisión “El imperio contraataca”, pero se conoce que me pilló en época de salir con los amigos, y alguien me dijo “eh, ya la verás en vídeo”... cosa que no llegó a suceder. Y tiempo después emitieron “El retorno del Jedi”, la cual sí que vi, y aparte de no entender mucho, sí que me reventaron uno de los mayores spoilers de todos los tiempos: “Yo soy tu padre”... Quizá por eso odio los spoilers con toda mi alma. Quizá por eso odio los trailers de las películas, y no quiero saber nada, absolutamente nada, hasta que sea yo quien la ve, y que sea yo quien descubre los misterios guardados por sus creadores. Quizá por eso, y por todo lo anterior, necesito ir al cine con media hora de antelación, para hacer pis (una o dos veces), para comprar palomitas sin prisa, para entrar, sentarme, colocar el abrigo, limpiar las gafas (una o dos veces, o tres), y zambullirme en la película, como si fuese lo último en la vida... y esperar a que salgan todos los títulos de crédito, hasta el final, en donde pone eso de “ningún animal fue dañado...”

En fin. Que yo quería ser director(a) de cine, quería volcar toda mi imaginación y fantasía en crear historias maravillosas, que hiciesen soñar a las gentes, y que me permitiesen expresar eso que yo quería: admiración, sorpresa, estupor, maravilla, escalofrío, llanto, identificación... fascinación, otra vez. Pero la educación..., católica, apostólica, romana..., se encargó de ir limando, puliendo, recortando, esa imaginación, y finalmente no dirigí cine, sino que me convertí en un chico lógico, cuadradito, recortadito y educadito de los que gustan a la sociedad; crecí de forma educada y respetuosa, hice una carrera de esas que (dicen que) dan dinero y me gané la vida de manera civilizada, productiva y silenciosa... Hasta que... (eso es otra historia).

Tengo en la cabeza gigabytes de información inútil sobre directores, actores, guionistas, compositores, maquilladores, iluminadores... que no me servirán para nada, salvo que me vuelva a llamar (ay...) Jordi Hurtado. En el mejor de los casos, me ayuda a ganar cuando jugamos al Trivial Pursuit, pero seguramente ocupa un espacio valiosísimo en mi cabeza que más me serviría para recordar, por ejemplo, qué comí ayer.

Así que yo, sintiéndolo mucho, no soy de Star Wars, ni puedo serlo. Mi trayectoria me lo impide. Pero amo el cine; de manera caótica, destructiva y muy friki, pero lo amo.

Y soy trekkie, soy de Star Trek. Y adoro a Spock. Tan lógico, cuadradito, recortadito y educadito, de los que gustan a la sociedad.



PD: tiempo después, vi la saga de Star Wars entera, en orden, con calma y en silencio...: aún tengo la sensación de que se me escapa algo, que no entiendo del todo la historia...


Contransdicciones


Te pasas la vida intentando encajar. Encajar en el pequeño recuadrito que te han asignado porque, como naciste con un pito entre las piernas, pues te dijeron que eras un niño, y que de mayor debías convertirte en un hombre de provecho, un señor respetable. Y tú te lo crees, porque eres de natural obediente y cumplidor(a) y no te gusta llevar la contraria. Así que, aunque hay algo que no te acaba de cuadrar, les haces caso, porque también te han enseñado a fuego que los mayores siempre llevan razón, y tú como no quieres alborotar pues eso, les haces caso. Y vives como un niño e intentas hacer cosas de niño, aunque lo que de verdad te encantaría es estar con las niñas y jugar a sus cosas, pero como eres un niño católico, apostólico y romano, y además no eres de llevar la contraria, pues te aguantas y sigues haciendo de niño. Aunque a veces no puedes evitar cogerle a escondidas la ropa a tu madre, y rezar a Dios para que por la mañana tengas otra cosa entre las piernas y puedas decirle a tu madre “yo no he sido, ha sido Dios, yo no quería”, aunque claro que sí que querías. Y porque eres cobarde y lo último que querrías es que te pasase lo de ese niño de tu clase que se pinta las uñas y los demás lo meten de cabeza en el cubo de la basura gritándole de forma ensordecedora “¡maricón!”, a pesar de que no sabes qué significa eso de “maricón”, pero es evidente que debe ser algo malísimo.

Y creces disimulando, reprimiendo cualquier atisbo de pluma que te pueda salir, porque eso sería descubrirte, como los judíos en tiempos de nazis, y te armas de una coraza que impide, con un lastre de plomo, los movimientos afeminados... e intentas pasar por un niño, aunque no te sale lo de jugar al fútbol (y lo has intentado, de verdad, pero no hay manera...), ni lo de dar golpes gratuitos a los amigos, ni eso de hacer el borrico a la mínima ocasión... Y a pesar de eso, haces buenos amigos, y tu familia te acepta y te quiere porque eres un niño estudioso, obediente, respetuoso y bueno. Pero tú sigues sabiendo que algo no encaja, no acaba de encajar.

Y de repente eres un chico (nunca pude decir la palabra “hombre”, me daba repelús) con carrera universitaria, de esas que dicen que dan dinero, y tienes una buena vida familiar y social, a pesar de que tus amigos de vez en cuando te dicen “qué raro eres”... pero le sigues cogiendo a escondidas la ropa a tu madre... Y cuando empiezas a trabajar y a ganar un poco de dinerillo lo primero que haces es comprar algo de ropa de mujer en un hipermercado, a ser posible muuuuuy lejos de tu casa (no sea que alguien te conozca), y guardarla en el máximo de los secretos. Y cuando tienes algo más de dinero alquilas un trastero donde la guardas, y desde donde (inevitablemente) de vez en cuando sales vestida como lo que sientes que eres, para dar un paseo a altas horas de la madrugada, mejor a ser posible si está lloviendo, para poder ir con abrigo hasta el cuello y paraguas, no sea que cualquiera te descubra y te pegue una paliza o te tire una piedra, o algo peor.

Y un día eres un adulto, y te has construido esa vida respetable por la que tantas personas matarían... pero sigues sintiendo que es una farsa. Y llega un momento en el que la asfixia es tal que sientes que no puedes respirar, y necesitas salir a tomar aire, y ser tú, ser tú misma, esa chica, esa mujer, que tú siempre has sabido que eras, pero que jamás te has atrevido a ser, porque corría peligro tu vida. Porque te podían matar, porque durante estos años has leído (a escondidas) muchas noticias, y reportajes, y libros, y has visto películas, y sabes que te ha tocado lo peor que puede haber en el planeta en el que te ha tocado nacer: contradecir la primigenia e intocable etiqueta que se imprime a todo ser humano que nace vivo: ¿es niño o niña?

Y como te ahogas, el instinto te dice que debes respirar, a toda costa, a cualquier precio. ¿Que me pueden matar? Lo sé, pero si no respiro también moriré. ¿Morir?: es una opción. Pero... ¿y si saliera bien? Y empiezas la “transición”. Y afortunadamente te sale bien, requetebién diría yo, aunque no es gratis (de los precios que se pagan, altísimos precios, otro día hablamos). Y empiezas el camino. Y te llaman “valiente” (¿valiente, yo? Si tú supieras...), y lo cuentas pacientemente a quienes te rodean, una, dos, tres, cuarenta y siete, setenta y dos... mil veces. Y, como quien se tira desde un trampolín, lo haces. Haces el cambio, el proceso, la transición, como se llame. Con (nunca lo habría imaginado) éxito. Y llega un día en que te dicen que eres un referente, que no hay muchas como tú, y puedes ayudar a quienes están como tú estabas hace... ¿milenios, siglos? Eso parece, pero en realidad fue... ayer.

Y cuando crees que lo tienes todo bajo control, cuando ves que por fin has encajado en el otro recuadrito, en el que no te asignaron, en la parte opuesta del muro de metacrilato que llevas viendo desde que tienes memoria... cuando piensas que todo está correcto, resulta que lees aún más libros, y conoces personas que te hacen replantearte todo, todo, todo, absolutamente todo el mundo en el que creías que vivías, y tienes conversaciones que te abren la mente de par en par, como cuando ventilas el dormitorio por la mañana, y que te deslumbran y te dejan helada y sin resuello, porque... ¿y si no hubiera recuadritos? ¿Y si esa elección que tuviste que hacer con apenas uso de razón no hubiera habido que hacerla? ¿Y si todo es un juguete que hemos inventado los seres humanos para distraernos (construcción social, le llaman)?...

Entonces... ¿qué he hecho hasta ahora? ¿He hecho el tonto, la tonta? ¿Es que no había ningún recuadrito que cumplimentar? ¿Acaso podría yo haberme quedado donde estaba pero siendo “natural”, dejándome llevar por mis impulsos irracionales (ay, impulsos cubiertos por capas y capas de educación, más dura que el mármol a mis quejas...)? ¿Y cómo es “ser natural”? Yo no puedo saberlo, lo enterré en cuanto tuve uso de razón...

Así que, si las categorías sociales, si el género en concreto, es algo creado por los humanos... si esa frontera que divide al mundo en dos, no existiera... ¿Tendría sentido transitar hacia ninguna parte? Si todo fuese una sopa de individuos únicos, heterogéneos, libres e irrepetibles, mundo en el cual nadie se sintiese ofendido por cómo es su vecino (qué maravilla, ¿sucederá algún día?), ¿sería necesario ser transgénero? Ahora que, por fin, a mi edad, he entendido quién soy y lo que soy, ¿ahora vuelvo a no tener sentido?

Toda la vida intentando encajar, y por fin lo he conseguido. Y al final del proceso, parece que no había que encajar en ninguna parte... Me dicen que lo que hace falta es cambiar el mundo, que somos los seres humanos quienes hemos inventado un sistema que hace infelices a las personas, y que debemos destruirlo... Y que me toca a mi unirme a esa revolución. Y yo me pregunto: maldita sea mi suerte, ¿por qué demonios debemos las personas trans cambiar el mundo? ¿Por qué tenemos que llevar sobre nuestros hombros esa abrumadora responsabilidad? ¿Por qué debo yo de liberar a la Humanidad? ¡Pero si yo soy cobarde, muy cobarde! ¿No os dais cuenta?... ¿Cómo voy a hacer eso? Además, que es muy fácil pedir eso por parte de quienes no saben lo que implica...

Si todo en fin es una construcción artificial, si todo podría ser, o haber sido de otra forma, ¿tiene sentido mi lucha? Si no existe ni el hombre ni la mujer, ¿entonces soy, o no soy, una mujer? ¿De verdad que me he pasado toda mi existencia ocultando que me gusta pintarme los labios, para ahora concluir que pintarse los labios debería ser libre? Y lo peor es que no puedo estar más de acuerdo: claro que sí, claro que no debería haber barreras entre géneros, y ni siquiera debería haber géneros, pero... ¿eso en dónde me deja? Cuando creí que ya sabía quién era... ¿quién soy yo entonces?


Yo sólo quería encajar...