viernes, 4 de octubre de 2013

(IN)EXISTENCIA


-         Pues efectivamente, amigo mío, la conclusión es clara: usted no existe.
-         Pero... ¿cómo dice? A ver, a ver, me parece que no le he entendido bien... – replicó el paciente
-         Clarísimo. Como agua de manantial – repuso el médico -. Le hemos hecho todas las pruebas, y los resultados están claros, la ciencia no miente: es imposible que usted exista. La naturaleza, que como todo el mundo sabe, es sabia, no podría haber permitido algo así, tan aberrante, tan extraño, tan poco... natural.
-         Pero, pero... bueno, vamos a ver – contestó de nuevo el paciente, empezando a mostrar un incipiente enfado: ¿Qué tontería es esa de que “no existo”? ¡Pero si estoy aquí! ¿O es que no me ve usted?
-         Claro que le veo, es más, le he estado reconociendo durante las últimas semanas para analizar su caso, le he sacado sangre, le he hecho radiografías, escáneres... vamos, todas las pruebas que la medicina conoce hasta la fecha. Al principio me pareció extraño, me costó entender tan infrecuentes cifras, los resultados han indicado sin excepción que el sujeto analizado no podría estar vivo, son conclusiones que no se han presentado nunca antes. Incluso repetí las pruebas, por seguridad, y los resultados han vuelto a ser los mismos...
      Mire, la ciencia moderna está a años luz de la que teníamos hace cuarenta años: la tecnología nos ofrece máquinas que fallan una de cada millón de veces, incluso tenemos métodos para detectar esos errores y reducirlos aún más... Por eso mi conclusión es inequívoca: usted no puede existir, y por lo tanto, no existe.
 
El paciente calló unos segundos, abrumado por tanta palabrería, y por la tremenda seguridad que emitía el eminente doctor, y al final dijo con un hilo de voz:

-         ¿Y... entonces... yo... ahora qué hago? Si no existo, si no puedo ser producto de la naturaleza, ¿por qué estoy aquí? ¿Por qué he venido a esta consulta, y por qué le estoy hablando ahora mismo?
-         En realidad eso no importa, ni siquiera sé si usted podría utilizar la palabra “yo”... como no existe, no debería de hablar en primera persona, ¿no cree?
-         Claro, claro, lleva usted razón... – dijo ... quien sea, o lo que sea, o no sea... – yo no existo, así que... o mejor, dicho, esta persona no existe... no, tampoco puede referirme a mi como “esta persona”, ¿no? Uf, qué difícil es esto, no existir, no poder hablar de uno mismo... Y bueno, doctor, entonces ¿tampoco podré seguir viendo a mi familia, ni a mis amigos?
-         ¡Claro que no! ¿No querrá usted que les tomen por locos, hablando con alguien que en realidad no existe?
-         No, claro, claro, pobrecillos... ¿Y mi trabajo? ¿Y el coro donde canto, tampoco podré ir? Me gusta tanto cantar...
-         A ver, vamos a ver si le queda claro: usted no es una persona. Y además, nunca lo ha sido. Básicamente porque no existe como tal. Así que ni sus amigos son sus amigos, ni su familia es tal, ni su trabajo... usted no tiene aficiones, no puede tenerlas, ¡no es natural! ¿No lo entiende?
-         Buf, me cuesta entenderlo... se ve que, al no existir, a mi mente le resulta difícil entender... claro, es que mi mente tampoco existe...
-         ¡Eso es! ¡No hay tal mente, ni cerebro ni nada! Veo que lo va usted entendiendo...
-         Pero entonces... –y una lucecilla empezó a encenderse en sus ojos-, si no existo, ¿cómo es que comprendo que no existo? Hay algo ilógico en su razonamiento, doctor.
-         Anda, pues es verdad, no lo había pensado así. Si usted no existe, no puede entender que no existe... esto sí que es chocante... - dijo el doctor, con evidente contrariedad.- Vaya, qué paradoja...
-         Oiga, y si esa conclusión contradictoria, y por tanto imposible, la ha elaborado usted, ¿no será que el que no existe es usted? – dijo el paciente, con valentía.
-         ¿Cómo? No, no puede ser, ¿cómo no voy a existir yo? – Dudó unos momentos-  Pero, sin embargo, podría ser, sí... no lo había pensado...
-         ¡Claro! ¡Eso es! De esa manera todo encaja, ¿no lo ve? Es usted quien no existe, y todas sus conclusiones son erróneas, antinaturales... ¡es usted el que debe asumir su inexistencia! Vamos, es usted médico, debería entenderlo fácilmente... o, en fin, no es usted nada, porque no existe...
-         Claro, claro... –siguió diciendo el doctor, cada vez más ensimismado, bajando poco a poco el volumen de su voz-, lleva usted razón: soy yo quien no existe, así todo tiene sentido, todo encaja...

Y desapareció. El medico, como buen científico que era, aceptó su inexistencia, y se fue desvaneciendo poco a poco.

-         ¡Qué alivio! Menos mal que no era yo, de lo que me he librado –dijo el paciente para sí mismo.

Salió de la consulta, y siguió existiendo.
 


 


viernes, 30 de agosto de 2013

La mirada de los ultracuerpos


Esta vez no ha sido a mi: ha sido a una amiga. Ella lo sufrió, y me lo ha contado. Horrible, helador, como suele ser. Y frustrante, como yo recuerdo que también me ha pasado a mi. Y supongo que a todos; aunque a ella esta vez, por causas que no vienen al caso, le dolió especialmente. Como no soy quién para interpretar las sensaciones de mi amiga, describiré cómo me ha pasado a mi cualquiera de las veces... sólo de pensarlo, brrrrr.... escalofrío que recorre mi espinazo.

Suele suceder cuando uno atraviesa pueblos pequeños, aislados, de esos que no salen en los mapas, pedanías o “cortijás”... en estos casos es casi comprensible: hay personas, generalmente ya mayores, que no ven una cara nueva habitualmente, acostumbrados al campo y a los animales, y a los pocos humanos que aún se atreven a vivir en estos parajes que, haberlos, haylos... entonces se puede entender, hasta resulta pintoresco.

El problema es cuando sucede en un pueblo de cierta magnitud, o en una ciudad mediana... y acongoja cuando la escena transcurre en ciudades grandes, de esas que son capital de algo más que de provincia. Y hiela la sangre cuando pasa en tu propio barrio.

Es corto, no dura más de unos segundos, y sigue un patrón común: tú vas andando, o en coche a poca velocidad, o en bicicleta... cuando te cruzas con el sujeto, con el que yo, en mi mente, llamo “el ultracuerpo”... (es recomendable para seguirme el hilo haber visto “La invasión de los ladrones de cuerpos” obra maestra en blanco y negro, o el remake “La invasión de los ultracuerpos”, ya en color).

Bien. Tu ánimo es, digamos, normal, hasta que ves que el ultracuerpo (que puede ser hombre, mujer, adulto, niño) te mira como si hubieras salido del mismísimo infierno, y tuvieras cuernos y rabo; o si hubieses venido en platillo volante desde Saturno a invadir la Tierra, y los cuernos, en esta ocasión, fuesen dos antenas verdes. El ultracuerpo abre mucho los ojos, que dan ganas de mirarse al espejo por si se te ha caído la cara... a veces, este gesto es acompañado con una progresiva apertura de boca, de menos a más, proporcional a la sorpresa que les hemos causado. La cabeza va girando al son de nuestro desplazamiento, y no dejan de mirarnos sin pudor alguno. Es esa mirada la que no es de este mundo.

Esa mirada te sacude el alma. Te deja como un estornudo interrumpido. Es de una tremenda falta de respeto, de lesa humanidad. Te mira a los ojos sin piedad ninguna, eres un objeto para el ultracuerpo, no le importas, ni siquiera estás vivo, no eres nada. Te disecciona con la impunidad de quien abre una geoda con un martillo, como quien abre un hormiguero a ver qué hay dentro. Les falta, lo único, señalar con el dedo acusador... aunque no lo necesitan, esas pupilas señalan sin uñas.

La sensación es... si hay alguien que no lo haya sentido, intentaré explicarla: una mezcla de miedo, vergüenza, irritación (más bien cabreo) e impotencia... o algo así. Dan ganas de contestarle “¿y tú qué miras?”, como cuando tenías ocho años, pero claro, esto te haría quedar peor. O de plantarte delante y mirar fijamente, a ver quién aguanta más. O de preguntarle “disculpe señora, ¿hay algo en mi que le cause sorpresa?”, pero sospecho que no serían capaces de responder, incluso dudo de que sepan hablar. Aún peor es cuando el ultracuerpo es una niña o un niño: “ya lo han captado, está perdido”, piensas, ya es uno de ellos...

¿Qué hacer ante estos bichos? Buf, si yo lo supiera.... hay quienes bajan la mirada, con culpa inexplicable, pues tienen la culpa bien aprendida. Otros miran hacia otro lado, silbando, cantando, como si no hubieran visto al inhumano ultracuerpo, como quien canta para ahuyentar el miedo... yo intento sostenerles la mirada sin detenerme, todo el rato que sea posible, endureciendo mi gesto, imitándole, como en el “juego del gallina” en el que se retan dos coches frente a frente: a veces funciona, y el inhumano desvía la suya, o tose y hace como que no miraba: ¡Victoria! ¡Lo hemos aniquilado, el demonio ha salido de su alma!

El problema se plantea si la contra-estrategia no funciona, cuando el engendro sostiene la suya, con el gesto aún más duro. Ahí ya depende de tu fuerza, amigo: si eres capaz, sigue, concéntrate, acaba con él... yo debo reconocer que no puedo, si me aguantan un rato largo (son unos segundos en tiempo físico, pero eones en tiempo mental) me vengo abajo, me han vencido, ellos sí que son de otro planeta donde el respeto no existe, y me han tumbado.

Peor aún: el bicharraco es un niño, le sostienes la mirada, y contraataca con expresión de odio terrible, sin ceder nunca: es el horror, estamos todos condenados... ¡¡¡¡¡aaaaayyyyyyyyy!!!!!