jueves, 4 de enero de 2018

Wars Star


Mi relación con la serie Star Wars es, digamos, un tanto peculiar. Y, seguramente por ello, con el cine en general.

Todo empieza en 1977, o quizá 1978, o puede que algo más... yo tendría entre 5 y 6 años, o puede que algo más... y se estrenó una película de “marcianos”. Yo era entonces un niñ(o) obediente y retraído a quien le fascinaba todo lo relacionado con el espacio, y al cual su padre le llevó al cine a ver lo que entonces nadie podría haber apostado a que se convertiría en uno de los referentes cinéfilos de la historia.

Total, que mi padre me lleva al cine... y llegamos tarde. Así que entramos a la sala con la película ya empezada, y yo recuerdo ver unas personas que se disparaban sin saber por qué, unas naves espaciales súper chulísimas, unas espadas láser, un señor con un casco negro que hablaba muy gravemente, y un planeta que explotaba. Y fin. Pero como en aquella época existía la sesión continua (para los más jóvenes: podías quedarte y ver la misma película todas las veces que quisieras hasta que cerrase el cine), pues me dijo mi padre: “bueno, pues como no hemos visto el principio, vamos a quedarnos a verlo, ¿no?”. Y eso hicimos.

Entonces comienza de nuevo la película y aparecen unos letreros que dicen “Episodio IV”: ¿cómo que episodio 4, pensé yo? ¿pero qué nos hemos perdido? ¿entonces lo que hemos visto hasta ahora eran los episodios del 1 al 3? ¡Pero si no ponía nada! En fin, que aparece una especie de pastor en el desierto, con un coche súper chulo que volaba (eso sí), unos músicos extraterrestres cuya alucinante melodía no olvidaré jamás, unas naves espaciales, y... Entonces mi padre, quien a la vista está veía aquello como una chiquillada sin sentido, me dice: “bueno, esta parte ya la hemos visto, ¿y si nos vamos?”; yo jamás me atreví (ni me atrevo) a contradecirle, así que nos salimos del cine. Si alguien le hubiese explicado a mi padre que aquella película era en realidad un western, solo que ambientado en una galaxia muy lejana... un western, como una de sus adoradas películas del oeste de John Wayne y compañía... quién sabe, quizá le habría gustado, quizá otro gallo hubiera cantado. Pero no, nos salimos del cine.

Así que, al salir del cine, mi mente era un caos. De verdad, no entendí nada. Nada de nada.

Cuando volví al colegio, los demás niños comentaban la película, que si era muy chulo Luke, o bien Obi-Wan o ¡ay, qué susto daba Darth Vader, pero cómo molaba! (entonces no se decía “molaba”,  claro). Pero yo no conocía a ninguno de los personajes; recuerdo que me los mencionaban y yo no era capaz de identificar a ninguno de ellos. Recuerdo también que alguno de mis compañeros me preguntó que qué me parecía Darth Vader y yo dije algo así como “¿quién?”: total, un follón.

Así que empecé a pensar que solamente había dos explicaciones válidas para aquel dilema: una, que yo era idiota y que no entendía algo tan fácil que los demás pillaban al vuelo (fantástico para la autoestima, yu-hu), o dos: que aquella película era algo así como lo que años después describiría como una obra de “arte y ensayo”, es decir, un concepto metafísico en el cual el autor vuelca una serie de conceptos tan abstrusos y elaborados que sólo unas pocas mentes privilegiadas pueden digerir... un poquito Eisenstein, Tarkovsky, Bergman o Dreyer.

En fin, que una de dos: o yo era tonta o me faltaba ver más cine. Recuerdo llorar por la noche pensando que nunca más podría volver a ver aquella película (no había vídeos, ni reposiciones, ni nada de nada, queridos millenials...). Así que me obsesioné con el cine: ya que no podía entender aquello, sería yo quien fabricaría esas hermosas películas, en las que las naves espaciales y la imaginación correrían libres a sus anchas. Cuando me preguntaban que qué quería ser de mayor, yo decía “director(a) de cine”. Y lo decía de verdad: yo quería hacer historias como aquellas, que dejasen sin palabras y boquiabiertos a los públicos que las vieran.

Pero también necesitaba comprender aquello que mis compañeros de clase entendían perfectamente bien pero yo no: así que necesitaba empaparme de las películas que veía, desde el principio hasta el final, letras de crédito incluidas... a ver si era por eso que yo no entendía las historias. Y memorizar actores, directores, compositores de las bandas sonoras, ambientación, localizaciones...

Poco tiempo después, vi (esta sí en orden) “Superman”, de Richard Donner con Christopher Reeve, y me hipnotizó: un hombre volador, todopoderoso, cine-entretenimiento en estado puro, música sublime (después conocí a John Williams y su enorme talento)... y me reconcilié con el cine. Pero yo seguía necesitando más: seguía sin entender aquella historia de pastores espaciales.

Para más inri, pasado el tiempo emitieron en televisión “El imperio contraataca”, pero se conoce que me pilló en época de salir con los amigos, y alguien me dijo “eh, ya la verás en vídeo”... cosa que no llegó a suceder. Y tiempo después emitieron “El retorno del Jedi”, la cual sí que vi, y aparte de no entender mucho, sí que me reventaron uno de los mayores spoilers de todos los tiempos: “Yo soy tu padre”... Quizá por eso odio los spoilers con toda mi alma. Quizá por eso odio los trailers de las películas, y no quiero saber nada, absolutamente nada, hasta que sea yo quien la ve, y que sea yo quien descubre los misterios guardados por sus creadores. Quizá por eso, y por todo lo anterior, necesito ir al cine con media hora de antelación, para hacer pis (una o dos veces), para comprar palomitas sin prisa, para entrar, sentarme, colocar el abrigo, limpiar las gafas (una o dos veces, o tres), y zambullirme en la película, como si fuese lo último en la vida... y esperar a que salgan todos los títulos de crédito, hasta el final, en donde pone eso de “ningún animal fue dañado...”

En fin. Que yo quería ser director(a) de cine, quería volcar toda mi imaginación y fantasía en crear historias maravillosas, que hiciesen soñar a las gentes, y que me permitiesen expresar eso que yo quería: admiración, sorpresa, estupor, maravilla, escalofrío, llanto, identificación... fascinación, otra vez. Pero la educación..., católica, apostólica, romana..., se encargó de ir limando, puliendo, recortando, esa imaginación, y finalmente no dirigí cine, sino que me convertí en un chico lógico, cuadradito, recortadito y educadito de los que gustan a la sociedad; crecí de forma educada y respetuosa, hice una carrera de esas que (dicen que) dan dinero y me gané la vida de manera civilizada, productiva y silenciosa... Hasta que... (eso es otra historia).

Tengo en la cabeza gigabytes de información inútil sobre directores, actores, guionistas, compositores, maquilladores, iluminadores... que no me servirán para nada, salvo que me vuelva a llamar (ay...) Jordi Hurtado. En el mejor de los casos, me ayuda a ganar cuando jugamos al Trivial Pursuit, pero seguramente ocupa un espacio valiosísimo en mi cabeza que más me serviría para recordar, por ejemplo, qué comí ayer.

Así que yo, sintiéndolo mucho, no soy de Star Wars, ni puedo serlo. Mi trayectoria me lo impide. Pero amo el cine; de manera caótica, destructiva y muy friki, pero lo amo.

Y soy trekkie, soy de Star Trek. Y adoro a Spock. Tan lógico, cuadradito, recortadito y educadito, de los que gustan a la sociedad.



PD: tiempo después, vi la saga de Star Wars entera, en orden, con calma y en silencio...: aún tengo la sensación de que se me escapa algo, que no entiendo del todo la historia...


2 comentarios:

  1. Me ha encantado cómo lo cuentas, muchos te van a entender desde ahora bastante mejor, je, je.

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  2. Quizás, como dicen en la última entrega, una vez que descubras tu destino y lo hagas realidad (cosa que ya eestás haciendo), lo entenderás todo :-)

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