Que no pare nunca. Que siga así, siempre.
La lluvia me protege, es mi manto de confianza. Cuando
llueve no hay amenazas, ni gritos, ni excesos. Cuando llueve todo se
tranquiliza, las pasiones se aplacan y los humores se atemperan. Siga así, indefinidamente.
El agua limpia la suciedad del alma. Puedo salir a las
calles bajo un confortable paraguas que, aunque sintético, pareciera hecho de
amorosa lana. Bajo mi paraguas yo establezco mi reino, mi pequeño condado en el
que mando yo, y donde solo entran aquellos a quien la autoridad (yo, y solo yo)
concede permiso.
No hay prisas, ni urgencias, ni barbacoas ni cohetes. Obliga
a los ruidosos a recogerse, y concede un tercer grado, muy temporal, a las
almas sensibles que necesitan el silencio, ese escaso y casi extinto silencio,
para alimentar sus carencias.
Cuando llueve queda abolida la dictadura del balón; los
niños, violentos, agudos, machotes, ceden sin remedio el territorio conquistado
a los débiles, a quienes cuando hace sol deben esconderse porque no soportan el
bombardeo, la artillería ruidosa del mundo. Cuando llueve la angustia remite,
se disuelve en el café caliente que, tras la ventana, me acompaña viendo el
maravilloso espectáculo, gratuito y formidable espectáculo, del cielo gris y
líquido, de la naturaleza que fluye, bebe y renace.
No quiero sol, no. El sol seca. El sol reseca. Da sed, calor
y odio. Dame lluvia, siempre.
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